Carlos Manfroni
Consejero Académico de Libertad y Progreso. Investigador de anti corrupción y estafas
LA NACIÓN – El tiempo del presidente Alberto Fernández, como alguien de quien un 48% esperaba decisiones diferentes, se acabó. Resulta inútil cualquier exhortación que lo urja a retomar el rumbo, porque el rumbo hacia el que encaminó su gobierno fue desde el comienzo el de la perversión. No puede adjudicársele un solo acto en beneficio del país y, en cambio, todos aquellos que llevó a cabo siguieron la agenda de la muerte: la muerte de la república, de la democracia, de la justicia y de las personas individuales.
Sus políticas terminaron con la vida de decenas de miles de inocentes y en el tiempo oportuno que tuvo para salvarlos no lo hizo. Su reprobable obediencia lo llevó a avanzar sobre lo que quedaba de independencia judicial, mientras los ciudadanos habían sido encerrados tempranamente mediante la agitación del miedo.
Gobernó por decreto en tanto sus partidarios cerraban el Congreso, hasta que multitudes hastiadas de tanta burla salieron con banderas a las calles y avenidas de las grandes ciudades, de los pueblos, de las rutas, a manifestar que no estaban dispuestas a tolerar esa puñalada por la espalda.
Desde los estamentos coordinados del poder se exhortó o toleró la toma de tierras, con la invocación de una necesidad social que nunca conmueve el esfuerzo ni el patrimonio de los gobernantes y sus socios.
Su gobierno permitió y hasta apoyó como nunca antes con tanta frecuencia e intensidad las usurpaciones en el sur argentino por parte de grupos terroristas que no reconocen la bandera ni la jurisdicción nacional.
Miles de delincuentes fueron lanzados desde la cárcel a las calles cuando el pueblo trabajador era perseguido obsesivamente por los actos más elementales a los que tenía justo derecho.
Ahora, en veinticuatro horas tras la reflexión de la derrota, el gobierno pasa de la detención y penalización de un remero solitario que a nadie podía contagiar en medio del río, a la apertura de discotecas y la casi plena liberación de toda actividad. Y entonces, por si alguien no la hubiera visto, se advierte más claramente la mentira y la inutilidad de la quiebra de tanta gente de trabajo mientras los cortesanos reían y festejaban su propia impunidad.
La perversión consiste, precisamente, en corromper el estado natural de las cosas y el gobierno de Alberto Fernández fue, desde el comienzo hasta el fin, el reino del revés. Y es el fin, efectivamente, porque su administración está ahora intervenida por aquellos a quienes no hizo más que obedecer.
En realidad, el tiempo del Presidente nunca existió; sólo había llegado la máscara del verdadero poder.
Hoy sólo queda la decrepitud y el descenso a la vergüenza más profunda, que es el lugar de la obsecuencia, destinada a provocar el rechazo de tirios y troyanos y la absoluta soledad de aquellos que indebidamente se someten.
No se trata de una humillación digna de compasión; al menos de compasión política. El candidato Alberto Fernández conocía muy bien las características de sus socios y mejor conocería su propio temperamento. Si aceptó por un precio y ese precio consistió en el honor de llegar a la presidencia, hizo un mal negocio, porque no hay honor en llegar y permanecer de esta manera; pero así son los negocios. Millones de personas padecieron por ello.
La compasión, como don divino, como virtud humana y como mandato religioso es algo personal e individual, muy diferente al “perdón de las urnas”. Y el perdón de las urnas sería un acto de amnesia y suicidio colectivo, contrario, por tanto, a los intereses de la nación.