Alberto Benegas Lynch (h)
Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
INFOBAE – No es novedad decir que estamos en un mundo complicado. El nacionalismo y la xenofobia invaden parte de Europa y Estados Unidos. El estatismo vociferante se instaló en buena parte de América latina para no decir nada de los desatinos que tienen lugar en parte de Asia y África. Las deudas públicas colosales, los impuestos siempre crecientes, los déficits crónicos y las regulaciones asfixiantes son la marca de la época.
Afortunadamente hay personas e instituciones que operan a contracorriente de estas tendencias lo cual abre justificadas esperanzas, pero en medio de esto ha surgido un nuevo embate a la libertad de expresión. Como tantas veces se ha puesto de manifiesto esta libertad es crucial para la supervivencia de la sociedad abierta. Es el contrapoder por excelencia y no solo es la forma a través de la cual la gente puede informarse sino, sobre todo, es la manera de que el conocimiento pueda progresar vía el debate y las consiguientes refutaciones.
Un canal por el cual se pone hoy de manifiesto la referida amenaza ha dado en llamarse “la cultura de la cancelación” que en síntesis significa una especie de bullying mediático -especialmente en las redes sociales- con la idea de sabotear a quienes opinan de un modo distinto a los canceladores al efecto de cerrarles el paso para exhibir sus perspectivas. Esto muchas veces se lleva a cabo con pseudónimos de modo anónimo en cuyo caso se agrega a la afrenta a la libertad de prensa la cobardía más repugnante.
Pretender la invalidación de otras opiniones constituye un acto de vandalismo y barbarie que conspira contra los principios más elementales de la sociedad libre. Estas personas tóxicas, estos talibanes y comisarios del pensamiento a veces disfrazados de la sandez de lo “políticamente correcto” apuntan a la censura con sus proclamas dogmáticas envueltas en absurdas imposiciones lingüísticas y sexuales, cuyos patrocinadores se sienten ofendidos por lo que otros opinan, sin percatarse que la contrariedad a lo que se sostiene es la base del progreso, de lo contrario no hubiéramos salido de las cuevas. No apuntan a refutar sino a que otros callen.
Por supuesto esto en nada se opone al ejercicio del derecho de propiedad para quienes no quieren publicar lo que estiman es inoportuno o inconveniente. Cada cual hace con su medio periodístico, red social o local de comercio lo que considera pertinente sin que otros tengan la facultad de torcer el camino.
En otras ocasiones nos hemos pronunciado sobre lo que genéricamente se conoce como libertad de prensa pero frente a los nuevos embates a continuación reiteramos parte de lo dicho en esta nota periodística ahora en el contexto de la llamada “cultura de cancelación”. Lo hacemos nuevamente con carácter urgente porque en nuestro país si el 14 de noviembre no hay la suficiente unión electoral contra el chavismo autóctono, entre otras aberraciones, quedará sin efecto la libertad de expresión.
Con razón ha sentenciado Einstein que “todos somos ignorantes, solo que en temas distintos”. Como queda dicho, al efecto de sacar partida de la valiosa descentralización en el debate público de ideas, es indispensable abrir de par en par puertas y ventanas para permitir la incorporación de la mayor dosis de sapiencia posible. La libertad de pensamiento y la consiguiente libertad de expresarlo se inserta en el azaroso proceso evolutivo de refutaciones y corroboraciones siempre provisorias.
Esta libertad es respetada y cuidada como política de elemental higiene cívica en el contexto de una sociedad abierta, no solo por lo anteriormente expresado sino que incentiva y guía a los gobiernos para velar por el cumplimiento de sus funciones específicas y así minimizar los riesgos de extralimitación y abuso de poder.
Este es el sentido por el que los Padres Fundadores en Estados Unidos otorgaron tanta importancia a la libertad de prensa y es el motivo por el que se insertó con prioridad en la mención de los derechos de las personas en su carta constitucional, la cual, dicho sea al pasar, fue tomada como punto de referencia en la sanción de la argentina. Jefferson escribió en 1787 que “si tuviera que decidir entre un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en elegir lo último”.
Resulta especialmente necesaria la indagación por parte del periodismo cuando los aparatos de la fuerza que denominamos gobierno pretenden ocultar información bajo los mantos de la “seguridad nacional” y los “secretos de Estado” alegando “traición a la Patria” y esperpentos como el “desacato” o las intenciones “destituyentes” por parte de los representantes de la prensa. Debido a su trascendencia y repercusión pública internacional, constituyen ejemplos de acalorados debates sobre estos asuntos los referidos a los llamados “Papeles del Pentágono” (tema tan bien tratado por Hannah Arendt) y el célebre “Caso Watergate” que terminó derribando un gobierno.
Por supuesto que nos estamos refiriendo a la plena libertad sin censura previa, lo cual no es óbice para que se asuman con todo el rigor necesario las correspondientes responsabilidades ante la Justicia en caso de haber lesionado derechos de terceros. Esta plena libertad incluye el debate de ideas con quienes implícita o explícitamente proponen modificar el sistema, de lo contrario se provocaría un peligroso efecto boomerang (la noción opuesta llevaría a la siguiente pregunta, por cierto inquietante: ¿en que momento se debiera prohibir la difusión de las ideas comunistas de Platón, en el aula, en la plaza pública o cuando se incluye parcial o totalmente en una plataforma partidaria?). Las únicas defensas de la sociedad abierta radican en la educación y las normas que surgen del consiguiente aprendizaje y discusión de valores y principios, lo cual desde luego no obstaculiza la indispensable vigencia del código penal que castiga la violación, el robo, el asesinato y demás lesiones al derecho.
Hasta aquí lo básico del tema, pero es pertinente explorar otros andariveles que ayudan a disponer de elementos de juicio más acabados y permiten exhibir un cuadro de situación algo más completo. En primer lugar, la existencia de ese adefesio que se conoce como “agencia oficial de noticias”. No resulta infrecuente que periodistas bien intencionados y mejor inspirados se quejen amargamente porque sus medios no reciben el mismo trato que los que adhieren al gobierno de turno o a los que la juegan de periodistas y son directamente megáfonos del poder del momento. Pero en verdad, el problema es aceptar esa repartición estatal en lugar de optar por su disolución, y cuando los gobiernos deban anunciar algo simplemente tercericen la respectiva publicidad. La constitución de una agencia estatal de noticias es una manifestación autoritaria a la que lamentablemente no pocos se han acostumbrado.
Es también conveniente para proteger la muy preciada libertad a la que nos venimos refiriendo, que en este campo se de por concluida la figura atrabiliaria de la concesión del espectro electromagnético y asignarlo en propiedad para abrir las posibilidades de subsiguientes ventas, puesto que son susceptibles de identificarse del mismo modo que ocurre con un terreno. De más está decir que la concesión implica que el que la otorga es el dueño y, por tanto, tiene el derecho de no renovarla a su vencimiento y otras complicaciones y amenazas a la libre expresión de las ideas que aparecen cuando se acepta que las estructuras gubernamentales se arroguen la titularidad, por lo que en mayor o menor medida siempre pende la espada de Damocles.
De la libertad de expresión se sigue la de asociación y de petición que deben minimizar las tensiones que eventualmente generen batifondos extremos y altos decibeles que afectan los derechos del vecino, lo cual en un sistema abierto se resuelve a través de fallos en competencia como mecanismo de descubrimiento del derecho y no como ingeniería legislativa y diseño arrogante.
Fenómeno parecido sucede con la pornografía y equivalentes en la vía pública que, en esta instancia del proceso de evolución cultural, hacen que no haya otro modo de resolver las disputas como no sea a través de mayorías circunstanciales. Lo que ocurre en dominios privados no es de incumbencia de los gobiernos, lo cual incluye la televisión que con los menores es responsabilidad de los padres y eventualmente de las tecnologías empleadas para bloquear programas. En la era moderna, carece de sentido tal cosa como “el horario de protección al menor” impuesto por la autoridad, ya que para hacerlo efectivo habría que bombardear satélites desde donde se transmiten imágenes en horarios muy dispares a través del globo. Las familias no pueden ni deben delegar sus funciones en aparatos estatales como si fueran padres putativos, cosa que no excluye que las emisoras privadas de cualquier parte del mundo anuncien las limitaciones y codificadoras que estimen oportunas para seleccionar audiencias.
Otra cuestión también controversial se refiere a la financiación de las campañas políticas. En esta materia, se ha dicho y repetido que deben limitarse las entregas de fondos a candidatos y partidos puesto que esos recursos pueden apuntar a que se les “devuelva favores” por parte de los vencedores en la contienda electoral. Esto así está mal planteado, las limitaciones a esas cópulas hediondas entre ladrones de guante blanco mal llamados empresarios y el poder, deben eliminarse vía marcos institucionales civilizados que no faculten a los gobiernos a encarar actividades más allá de la protección a los derechos y el establecimiento de justicia. La referida limitación es una restricción solapada a la libertad de prensa, del mismo modo que lo sería si se restringiera la publicidad de bienes y servicios en diversos medios orales y escritos.
Afortunadamente han pasado los tiempos del Index Expurgatorius en el que papas pretendían restringir lecturas de libros, pero irrumpen en la escena comisarios que limitan o prohíben la importación de libros, dan manotazos a la producción y distribución de papel, interrumpen programas televisivos o, al decir del decimonónico Richard Cobden, establecen exorbitantes “impuestos al conocimiento”. La formidable invención de la imprenta por Pi Sheng en China y más adelante la contribución extraordinaria de Gutenberg, no han sido del todo aprovechadas, sino que a través de los tiempos se han interpuesto cortapisas de diverso tenor y magnitud pero en estos momentos han florecido (si esa fuera la palabra adecuada) megalómanos que arremeten con fuerza contra el periodismo independiente (un pleonasmo pero en vista de lo que sucede, vale el adjetivo).
Esto ocurre debido a la presunción del conocimiento de gobernantes que sin vestigio alguno de modestia y a diferencia de lo sugerido por Einstein, se autoproclaman sabedores de todo cuanto ocurre en el planeta, y se explayan en vehementes consejos a obligados y obsecuentes escuchas en imparables verborragias.
Dados los temas controvertidos aquí brevemente expuestos -y que no pretenden agotar los vinculados a la libertad de prensa- considero que viene muy al caso reproducir una cita de la obra clásica de John Bury titulada Historia de la libertad de pensamiento: “El mundo mental del hombre corriente se compone de creencias aceptadas sin crítica y a las cuales se aferra firmemente […] Una nueva idea contradictoria respecto a las creencias que sustenta, significa la necesidad de ajustar su mente […] Las opiniones nuevas son consideradas tan peligrosas como molestas, y cualquiera que hace preguntas inconvenientes sobre el por qué y el para qué de principios aceptados, es considerado un elemento pernicioso”.
En otros términos, la llamada cultura de la cancelación constituye no solamente un subterfugio para demoler la libertad de prensa sino que es una contradicción en los términos puesto que no se trata de cultura sino de una manifiesta incultura.