La inminente reforma de la Ley de Ética Pública

LA NACIÓN – Por Carlos Manfroni – La Oficina Anticorrupción acaba de convocar a la presentación de propuestas para confeccionar un borrador de reforma a la Ley de Ética Pública. La iniciativa, en principio, es conveniente, porque la ley 25.188, promulgada en octubre de 1999, fue un engendro que pretendió establecer no sólo los deberes para los tres poderes del Estado, sino también los mecanismos para hacerlos cumplir. Así fue como la Corte Suprema declaró inconstitucional la Comisión Nacional de Ética Pública, un organismo que finalmente fue eliminado de la ley en 2013 y que nunca llegó a constituirse. Las reglas de la 25.188, por otro lado, son incompletas e insuficientes en su contenido substancial, con remisiones al Código Procesal Civil que no sirven para regular el conflicto de intereses, como la norma pretende.

Diferente fue el caso del decreto 41 de 1999, ampliamente debatido y finalmente emitido por el presidente Carlos Menem diez meses antes que la ley, por el cual se puso en vigencia el Código de Ética en la Función Pública para el Poder Ejecutivo, el cual contiene un articulado armónico y bien elaborado para la rama de la Administración. Lamentablemente, ese código, todavía vigente, fue olvidado por los diferentes gobiernos que se fueron sucediendo, pero dio origen al sistema de declaraciones juradas patrimoniales abiertas y obligatorias, cuya autoridad de aplicación era la Oficina Nacional de Ética Pública, reemplazada por la Oficina Anticorrupción en el comienzo del gobierno de Fernando De la Rúa.

Ahora, la Oficina Anticorrupción expuso a la crítica un borrador que, si bien mejora sustancialmente las prescripciones de la actual Ley de Ética Pública, está compuesto por un articulado farragoso, innecesariamente extenso y con los vicios de la norma que pretende reformar en cuanto al avance sobre los demás poderes del Estado.

Ignacio Sánchez – LA NACION

Una ley puede establecer deberes éticos para los tres poderes, pero hay que tomar en cuenta que, cuanto más diversas sean las áreas que abarque, más genérica debe ser la redacción. Se trata de un equilibrio que no está suficientemente logrado. Lo que no puede hacer una ley es establecer mecanismos de control que la Constitución no contempla y, en ese sentido, el proyecto corre el riesgo de acabar como la ley cuya reforma pretende: con una declaración parcial de inconstitucionalidad.

La materia en la que el proyecto mejora tanto las prescripciones de la Ley de Ética Pública como del decreto 41/99 es la prohibición del nepotismo, aunque establece una excepción para las situaciones ya existentes. Debe tomarse en cuenta que el nepotismo no sólo afecta la condición de idoneidad para la designación de los funcionarios, sino también, y fundamentalmente, el ejercicio del poder de autoridad sobre ellos.

Respecto del conflicto de intereses y la preservación de la imparcialidad, hubiera sido deseable que, para el principio general, hubiesen copiado la fórmula del mismo decreto 41, que dispone que “el funcionario público no puede mantener relaciones ni aceptar situaciones en cuyo contexto sus intereses personales, laborales, económicos o financieros pudieran estar en conflicto con el cumplimiento de los deberes y funciones a su cargo”. Después, el proyecto prevé una serie de situaciones particulares de conflicto, las cuales están redactadas con vistas, fundamentalmente, a los funcionarios del Poder Ejecutivo. El problema, respecto de esta cuestión, es que el borrador pretende establecer principios éticos para los tres poderes y, en ese caso, debieron incluirse otros preceptos.

Desde hace casi veinte años, las causas de excusación de jueces y fiscales que prevén los Códigos de Procedimientos fueron completamente superadas y existen modelos de conducta judicial muy bien elaborados, como el Código de Ética Judicial Iberoamericano y los Principios de Bangalore. Se incluyen en ellos, como una violación al deber de imparcialidad, los casos en los que los jueces tienen predisposición o prejuicios respecto de las personas bajo proceso. Resulta difícil comprender, a esta altura de los tiempos, cómo los miembros de un grupo como “Justicia Legítima” o cualquier otro que pueda tener una orientación ideológica determinada pueda investigar o juzgar a personas a quienes consideran antagonistas de sus preferencias políticas. En realidad, ya resulta bastante extraña y reprochable la asociación de funcionarios judiciales por afinidad ideológica o política.

Tal vez, respecto de las prescripciones éticas para jueces, fiscales y funcionarios judiciales bastaría con una remisión a esos dos cuerpos internacionales, uno de los cuales fue aprobado por las Naciones Unidas. Lo que no parece jurídicamente viable es que el proyecto imponga al Poder Judicial y al Ministerio Público una Oficina de Integridad, que es un organismo no previsto en la Constitución.

La Oficina Anticorrupción pasaría a denominarse Oficina de Integridad y Ética Pública, en la órbita del Poder Ejecutivo, con funciones de prevención, a la que se la dotaría de autonomía y autarquía, según el borrador de proyecto.

Una función que esa oficina, cualquiera fuere su denominación, debería tener prioritariamente, es la de coordinar permanentemente, con todos los ministerios, la eliminación de regulaciones sobreabundantes que suelen ser fuentes de corrupción y de establecer procedimientos para prevenir el fraude administrativo. Según un reciente estudio de la Fundación Libertad y Progreso, encarado por Aldo Abram, existen en el país 67.000 regulaciones innecesarias. Cada una de ellas representa una traba para los negocios y para la vida cívica que provoca malestar, cuando no la búsqueda de atajos corruptos. Esa función tendría que estar expresamente regulada como el papel medular del organismo.

No parece conveniente, en cambio, que una institución así sea la encargada de iniciar y proseguir sumarios administrativos. Para eso existen otras oficinas y, además, debería restituirse a la ex Fiscalía de Investigaciones Administrativas (hoy Procuraduría) las facultades que poseía antes de los ‘90. La Oficina Nacional de Ética Pública, copiada del modelo de la Oficina de Ética Gubernamental de los Estados Unidos, con asesoramiento de sus funcionarios, era fundamentalmente un cuerpo de prevención. La experiencia norteamericana sugería que no resultaba conveniente que el mismo órgano al que los funcionarios deberían transmitir las fallas del sistema fuera el que los pudiera sancionar, porque eso provocaría una retracción de la información y una falta de colaboración por las demás áreas de gobierno.

La única función de investigación que el organismo debería tener es el la comprobación de la coherencia entre las declaraciones juradas patrimoniales de los funcionarios, sus ingresos legítimos y la realidad.

Por otro lado, resultaría conveniente que una oficina así generara un sistema de protección administrativa de los funcionarios que denuncian, a fin de impedir que sufran represalias tales como sumarios injustificados, traslados, suspensiones o cualquier otro tipo de violencia laboral. Una experiencia semejante, tomada de la Oficina del Consejo Especial de los Estados Unidos, dio un gran resultado en el Ministerio de Seguridad de la Nación, entre 2016 y 2019, para la protección administrativa de los miembros de las Fuerzas de Seguridad Federales.

Parece, en cambio, peligroso que la ley quiera avanzar sobre el sector privado, aun el que actúa como proveedor del gobierno, en cuestiones expresadas de un modo genérico pero que después terminan con la imposición de reglas como la igualdad de género en los directorios de las empresas, algo en lo que el poder público no debería inmiscuirse. En todo caso, las empresas tienen oficinas de “compliance” para comprobar si existen discriminaciones.

En síntesis, se hace necesaria la redacción de una ley más simple y “digerible”, ya que el borrador del proyecto cuenta con 63 páginas. Puede o no establecer principios éticos para los demás poderes del Estado pero no crear organismos para el Poder Judicial o el Ministerio Público. Y ya que el ante-proyecto abunda en principios éticos a seguir, sería deseable que incluyera la prohibición de utilizar el cargo para el ejercicio de represalias, una regla que está contenida en el Código de Conducta para el Poder Ejecutivo del ya mencionado decreto 41 y que los gobiernos kirchneristas han violado sistemáticamente.