Larrabure: cuando un solo hombre salva a una nación

Consejero Académico en Fundación Libertad y Progreso

Consejero Académico de Libertad y Progreso. Investigador de anti corrupción y estafas

LA NACIÓN – Finalmente, y más allá de la depravación mental que lo niega y de la complicidad cobarde que lo calla, se iniciaron las investigaciones preliminares para determinar la procedencia de un camino que a su término lleve a los altares del culto de los santos al coronel Argentino del Valle Larrabure. Secuestrado en 1974, cuando 70 terroristas asaltaron la Fábrica Militar Villa María, en plena vigencia de las instituciones democráticas, padeció durante más de un año el encierro y la tortura. Podría haberse librado de tanto sufrimiento si no hubiera mantenido una dignidad superlativa inexplicablemente silenciada hasta nuestros días, tal vez porque su honor nos muestra en la debilidad con la que toleramos que se despedace la república. Pero sobre todo exhibe a otros en su ambición depredadora de bienes públicos y en su complicidad en la entrega escandalosa del suelo de la patria, mientras invocan una soberanía en la que nunca creyeron.

Era un ingeniero químico militar. Los canallas pretendían que traicionara a su bandera y a su pueblo y trabajara para ellos en la fabricación de los explosivos con los que llevaron la muerte a todas partes y derribaron día por día la grandeza de la Argentina. Se negó, no en el arrojo de un acto heroico, que ya de por sí hubiera sido magnánimo, sino que lo hizo durante cada uno de los 372 días en los que permaneció en un pozo estrecho y cubierto como un féretro al que el aire le llegaba mediante dos pequeños tubos conectados a un extractor.

No fue una, sino cientos de miles de decisiones heroicas que se repetían cada minuto, mientras su asma crónica luchaba contra el escaso oxígeno de aquel ataúd de ladrillos y cemento en medio de una oscuridad que tampoco lo apabulló, porque vivió su último año iluminado por la luz de la fe. Entonaba el Himno Nacional cada mañana y la entereza de su canto, como en una famosa novela de Chesterton, infundía pavor a sus carceleros. Les asustaba su libertad suprema en el encierro, pero sobre todo los confundía el amor con el que aquel extraño prisionero se expresaba, justo en medio de ellos, que eran profesionales del odio. ¡Cómo hubiesen deseado que aquel hombre no hubiera nacido! Ni vivo ni muerto; simplemente lo querían inexistente, desaparecido incluso de su escasa conciencia de asesinos. El pozo comenzó a aprisionar a los captores en el desconcierto de su propia pequeñez y, paradójicamente, se cerraba sobre ellos hasta que, asfixiados por semejante ejemplo de templanza, lo estrangularon con un cable. Su cuerpo, herido y quemado, pesaba para entonces cuarenta kilos, pero la grandeza de su espíritu no podía ser contenida en aquella cárcel en la que encerraron al pueblo.

La entereza de ese coronel en el valor es un desafío a todos nuestros temores, presentes y futuros. En sus cartas a la familia, les exhortaba a no odiar a sus verdugos sino a perdonar, un mandato que nos vuelve a interpelar a todos cuando lo vemos cumplido por un contemporáneo en circunstancias extremas.

La banda de sus asesinos se llamaba Ejército Revolucionario del Pueblo, el pueblo del que los sobrevivientes de aquella horda se burlaron con sus negocios y hasta con sus privilegios sanitarios.

Ahora, el proceso eclesiástico dará al mundo una muestra de la Argentina oculta. El coronel Larrabure no lo necesita. Su alma ya ha pasado por el justo Juicio de Dios, que no establece prescripciones desiguales. Pero lo necesitamos nosotros, en una Argentina siempre pendiente de las estadísticas en la que, sin embargo, el ejemplo de un solo hombre íntegro podría salvarnos de tanta miseria moral.