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Financiamiento educativo: salir del simulacro y debatir reglas que funcionen

26 Diciembre 2025

Desde hace casi dos décadas, la Argentina discute el financiamiento educativo alrededor de una consigna: destinar al menos el 6% del Producto Bruto Interno (PBI) a la educación. Ese objetivo, incorporado primero en la Ley de Financiamiento Educativo y luego en la Ley de Educación Nacional, buscó expresar una prioridad política compartida entre la Nación y las provincias. Sin embargo, la evidencia acumulada muestra que ese esquema no logró cumplir su objetivo central: proteger, ordenar ni mejorar de manera sostenible el sistema educativo.

 

Desde su sanción en 2006, la meta del 6% solo se cumplió plenamente una vez, en 2015. En los demás años, su aplicación fue parcial, discutida o directamente incumplida. En la práctica, como explica Agustín Etchebarne, “el Presupuesto anual, aprobado cada año como una ley posterior, fue dejando sistemáticamente sin efecto esa obligación, sin sanciones, mecanismos automáticos de corrección ni responsabilidades claramente asignadas entre niveles de gobierno”. Como resultado, este incumplimiento sostenido permitió la acumulación de una brecha de inversión que, según estimaciones del economista Mariano Narodowski, asciende a USD 26.000 millones entre 2006 y 2020.

 

Esta experiencia histórica deja una enseñanza clara: una meta agregada, dependiente del PBI y sin reglas operativas no funciona como garantía efectiva de financiamiento. A ello se suma otro dato relevante: el aumento del gasto no se tradujo en mejores resultados educativos. Las evaluaciones nacionales (Aprender y ONE) e internacionales (PISA) muestran, en términos generales, estancamiento o deterioro en los aprendizajes, incluso durante los años de mayor expansión presupuestaria. Esto refuerza la idea de que el problema no es solo cuánto se gasta, sino cómo se asignan los recursos y qué incentivos genera el sistema.

 

Los datos más recientes confirman este diagnóstico. En 2024, aun con la obligación legal del 6% formalmente vigente, el gasto educativo cayó en términos reales en 21 provincias. En 11 de ellas, la reducción del gasto educativo fue mayor que la del gasto público total, lo que sugiere que, en esos casos, la educación fue una de las principales variables de ajuste, aunque este comportamiento no fue homogéneo en todas las jurisdicciones. La existencia de una meta legal, una vez más, no funcionó como blindaje efectivo, ni siquiera en un esquema federal.

 

A este cuadro se suma un cambio estructural que vuelve aún más relevante la discusión: el colapso de la natalidad. En los próximos años habrá menos alumnos en el sistema educativo y una población envejecida, con más jubilados y menos aportantes. Persistir en esquemas rígidos de financiamiento atados a porcentajes del PBI, sin revisar la asignación por alumno ni los incentivos del sistema, no solo es ineficiente, sino fiscalmente insostenible.

 

En este contexto, el debate abierto en el Congreso en torno al Presupuesto 2026 no debería reducirse a la defensa o eliminación de un porcentaje que, en la práctica, nunca logró ordenar el sistema. Desde Fundación Libertad y Progreso consideramos necesario correr el eje del debate: el problema no es si se financia o no la educación, sino cómo se la financia y con qué reglas.

 

En ese sentido, la Ley de Libertad Educativa abre una oportunidad para discutir esquemas superadores, que aborden no solo el financiamiento, sino también el funcionamiento institucional del sistema, mejorando los incentivos, la transparencia y el control por resultados. Propuestas como el financiamiento por alumno y la combinación de aportes a la oferta y a la demanda permiten que los recursos públicos lleguen efectivamente a los estudiantes, involucren a las familias y fortalezcan la rendición de cuentas.

 

La experiencia de los últimos veinte años demuestra que prometer porcentajes no alcanza. Si el objetivo es mejorar la calidad, la equidad y la previsibilidad del sistema educativo, el desafío es avanzar hacia mecanismos de financiamiento efectivos, adaptados a la realidad demográfica y con resultados evaluables.

 

Salir del simulacro no implica desfinanciar la educación.

Implica, por el contrario, tomarla en serio.

 

 

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